En la puerta una mujer vestida de blanco pide la contraseña. Escucho atenta al chico que me precede. Reconozco su santo y seña. Fue el mío hasta hace unos meses. Sonrío con extraña añoranza.
Avanzo inútilmente con mi documentación en la mano. Solo quiere la palabra. A punto estoy de repetir la contraseña del chico. Reacciono a tiempo y pronuncio la nueva. Me mira y la repite con tono interrogante.
Confirmo.
Escribe en un pequeño papel cuadrado el número diez y lo rodea con un círculo.
“Acércate al mostrador tres y entrégalo”.
Giro y avanzo hasta la mesa designada. Me coloco delante del número tres con mi documentación, todavía inútil, en mi mano. Extiendo la mano y me desprendo del 10.
“¿A qué hora estabas citada?”
“A las dos”, confirmo.
“¿DNI?”
Recito la combinación de dos en dos, como hago desde tiempos inmemoriales. Un sonido acompasado se hace eco a mis espaldas. Un hombre camina hacia el mostrador número cinco. Sus pasos son inestables y se apoya en dos bastones para incursionar.
“Llegar llego, ¿eh?”, dice con humor sabedor de que las miradas están fijas en él.
La mujer del cuatro se dirige a la del tres con un condescendiente “qué gracioso…” dicho con un volumen apto para respuestas no políticamente correctas.
“Venimos lo mejor de cada casa, ¿verdad?”, les digo a tres y a cuatro sin evitar sonreír.
Tres me entrega la hoja impresa que me permite avanzar a la siguiente sala.
Rodeada de estanterías llenas de libros otra mujer enguantada me sonríe y me invita a sentarme. Pregunta cómo estoy. Respondo que bien.
“Va a ser solo un momento. Respira hondo”.
Movimientos firmes pero suaves. Apenas lo siento.
“Ya está”, dice triunfante.
“Gracias. Ni me he enterado”, recompenso con mi opinión.
Con el parche correspondiente sobre mi cuerpo avanzo a la siguiente sala. Ya no necesito indicaciones. Es la tercera vez y conozco las reglas.
Entre las estanterías situadas en U hay hileras de sillas convenientemente separadas por la oficial distancia de seguridad. Vacías las filas del fondo, mayor densidad de ocupación en las delanteras. Escojo la mía y me siento mirando disimuladamente a mi alrededor. El chico que tiene ahora mi antigua contraseña está detrás. Le observo. Debe tener más o menos mi edad, aunque con la mascarilla nunca hay total seguridad. Dos hombres más y el resto de féminas me rodean. Un par de mi edad, las demás calculo que deben tener como mucho diez años más que yo. Una mujer con un cayado y el hombre de los dos bastones. El resto sin poyos extra de momento.
Frente a este auditorio diverso, pero común en más de lo que nos gustaría, una mujer observa desde una silla elevada. Pienso en los exámenes de la facultad y por un momento me da miedo que me pillen copiando. Me río tranquila debajo de mi mascarilla. Permanezco el tiempo establecido y me levanto apoyándome en los brazos de mi silla. Solo entonces me doy cuenta de que todos hemos ocupado el mismo modelo. Las sillas sin brazos en los laterales permaneces vacías. El inconsciente sabe bien de dónde será más fácil salir.
En voz baja, como si los que quedan aún no hubiesen terminado su examen, dirijo un “adiós” a la vigilanta de pijama blanco. Me responde con una inclinación de cabeza similar a la cabezada que ha dado hace un rato.
Salgo de la biblioteca detrás del chico que tiene ahora mi antigua contraseña. Una palabra sin aparente significado que lo es todo para personas como él y como yo. Una contraseña que repetimos al pasar puntualmente por el mostrador de la farmacia del hospital para recibir la medicación de nuestro tratamiento.
Ya está. Tercera dosis de la vacuna puesta. Grupos de riesgo avanzando en la inmunización.